Placenta reversible
“Quiero que seas de nuevo la placenta donde me geste de sangre blanquecina…” Escribe Víctor M. Hernández, y con esa línea nos lanza —como un recién nacido— al centro palpitante de esta obra: una matriz poética donde todo vuelve a empezar. Placenta Reversible es un libro que gesta y devora. Que se abre como herida y como umbral. Un cuerpo que sangra por cada página, sí, pero también una boca que canta, que invoca, que “ilumina con la luz de la ceguera”. Este poemario es reverso y renacimiento. Como en la obra de Elisa Díaz Castelo, Coral Bracho, Kyra Galván o Alejandra Pizarnik, donde la ciencia se vuelve médula y tacto, la palabra arde y el cuerpo es la casa, aquí el poeta no solo escribe desde el cuerpo: El poeta es el cuerpo. Una célula en combustión. Un hombre que se sabe hijo, feto, lobo, semilla, partícula de un cosmos que también arde. Víctor no teme decir “me arropó en espiral de luz, caricia devoradora de abandonos” porque en su escritura no hay pudor frente a lo visceral. Todo se dice, todo se ofrece. Su palabra es cordón umbilical, tatuaje lunar, oquedad fértil. Su voz viene del grito primigenio y se enreda en la pregunta que no cesa. Aquí, la madre es un árbol. La amante, un eclipse. La ciudad, un útero desbordado. La infancia, una jaula de pájaros sin alas. Y el lector, un testigo íntimo: “Por prescripción lunar, noche a noche toma cucharadas de poesía.” Este libro no se lee: se encarna. Se inhala, como se inhala el vapor de una herida abierta. Como se respira en el útero antes del mundo. Como se gesta un nombre entre lágrimas, leche y lava. Tómalo, lector. Léelo como quien mira una ecografía de su alma. Como quien encuentra, en un susurro, el fósil brillante de lo que creía perdido. Porque si escuchas con los ojos abiertos, si dejas que el poema atraviese tus membranas, “la soledad se disolverá en diana alma” y te arderá la voz.