Historia de los sentimientos
Si hablamos de una historia de los sentimientos es porque —y ése es el dato— los sentimientos tienen historia. Que nuestra tristeza y nuestra frustración no son iguales, tal vez ni siquiera parecidas, a las que pudo sentir un caballero medieval caído en deshonor o un pirata de la antigua Grecia al perder un cargamento valioso. Si leemos que un rey de otro tiempo perdió la cabeza por su esclava favorita, es razonable suponer que lo que sintió por ella no era exactamente eso que nosotros llamamos amor. No es solo que otras personas en el pasado se representaran de distinto modo los mismos sentimientos, o que los sintieran hacia objetos diferentes, sino que sintieron realmente cosas distintas: emociones quizás perdida y que ya nunca fueron sentidas de nuevo, como lenguas olvidadas.
En esta obra reciente, y sin embargo ya clásica, Rob Boddice da un paseo más bien libre por distintos episodios de la historia de los sentimientos de Occidente. Intentará averiguar qué pudo sentir en realidad la monja mística Santa Hildegarda cuando creía entrar en contacto vivo con Dios, por qué la menis de Aquiles no era propiamente ira, ni la eudaimonia que persiguió Aristóteles, felicidad. Qué sentía por sus interesados pretendientes una muchacha noble —apenas una adolescente, pero ya política experimentada y nacida para gobernar— de la Francia del siglo XVII.