Reseña

Desprenderse de las heridas es remontar el pasado. Y rememorar es traer al presente esas partes que aún quedan vivas. Y lo que arde en la piel es la saliva de la experiencia. La herida que siempre será la infancia. La quemadura que se calla y se apelmaza en la lengua. Crecer a veces nos salva de las costumbres, mirar el mundo y andarlo de las tradiciones, escribir de envenenar la usanza en el alcohol de los ojos renovados por la vida.
Estado de latencia es denuncia que muestra su belleza, es belleza que grita la memoria colectiva, río de olores y sabor que embadurna cada verso y que hace que el lector se indigne y a la vez salive como el fogón que tuesta el café o el cacao para el chilate en el comal.
Esta casa de la vida es un libro, un libro que tiene abiertas sus puertas hacia el patio del poema, hacia esos frutos que maduran en los versos, y que, al morderlos con la mirada, se quiebran para tocarnos con su amargo dulzor, con su dulce desencanto, porque lo que se ha ido sólo podemos nombrarlo con el nombre del tiempo.
Eras mi casa/ que nunca fue de veras mía/ eras mi casa /que nunca fue de veras casa/ apenas un rumor, cuatro paredes […] así el cuerpo, casa del alma, de los huesos y la carne, casa que tiene un nombre, por el que alguien nos llama, y al nombrarnos vamos desapareciendo, se va quedando callado el latido del corazón porque sabe que el aguardiente de los días se está evaporando.
Leer a Astrid Paola es alumbrarnos con el quinqué del duelo, es vestirnos con el grito negro del desconsuelo, pero a su vez es empaparnos con el petricor que deja la lluvia de la poesía en los ojos y la lengua.