Dejaré caer la noche
La noche que Yolany Martínez decide dejar caer sobre sus hom-bros desnudos no es una simple ausencia de luz; es una membrana, un umbral y un campo de batalla. Este poemario, más que una colección de versos, es el registro de una arqueología personal, un descenso a la densidad del tiempo y la conciencia.
Aquí se despliega un poeta que no teme nombrar la crisis de lo humano. Su voz no solo describe, sino que comanda la batalla, aniquilando la inercia con una espada mordaz y punzante. Asisti-mos a la revelación de una identidad marcada por la ausencia —de una persona, de una historia, de un país— donde la acera no es un límite, sino el lugar donde “termina la historia de mi país" y don-de “la poesía se viste de harapos".
Martínez nos arrastra a ese instante donde lo íntimo se en-cuentra con lo colectivo: la angustia de los “recibos de luz" y el “cerrar la llave del agua" se encuentran con el legado brutal de los
“Herederos del miedo". La autora no pide clemencia por el dolor; lo convierte en material de construcción, transformando la dureza de ciertas voces en “fósiles sin nombre" para que solo sir-van para los efectos de esa arqueología íntima.
En este universo poético, cada acto es un ritual: la sede por un nombre, un fuego que arde al instante; la despedida de una madree una ley de la física, una “inmediata lejanía". Pero en medio de la sal, las llagas y lo que falta, el poeta moldea la resiliencia.
Dejaré caer la noche es, al final, una ofrenda: la promesa de que, incluso con el cuerpo “fosilizado de palabras", hay una mano nocturna capaz de vestirlo de estrellas. La lectura de este libro no concluye en la última página, sino que inicia en el lector la bús-queda de la montaña que su propia voz debe crecer.