Desde el vagón
Caracas, bestia marina arrojada a un valle/recorremos su cuerpo molusco/ por tentaculares rieles del metro / sólo un buen arponero puede si acaso fijarla sobre el papel. Así lo nombra Mariajosé Escobar en su poema Arponero, y así nos invita a recorrer a través de este poemario, cada estación de este sistema de transporte colectivo en Caracas: como un cuerpo vivo, tentáculos que palpitan bajo tierra. El metro, con sus rieles y túneles, se convierte en organismo, en río subterráneo, en sistema circulatorio que mantiene en movimiento a la ciudad.
Escobar no se limita a describir el metro con palabras cotidianas, lo interviene con su pincel poético, lo abre en canal como en un quirófano imaginario, y con la palabra como bisturí revisa sus entrañas: los pasillos, los vagones, las escaleras, pero también las miradas, los fantasmas y los sueños que lo habitan. Cada estación es herida y cicatriz, cada ventana un espejo donde se reflejan los logros, los anhelos y los fracasos de quienes lo transitan.
Hay miradas que hieren de tanta historia, de tanto fantasma encerrado en el iris, sentencia Mariajosé en el poema Andén. Y es que el metro no solo transporta cuerpos: arrastra memorias, silencios, alegrías y cansancios. En horas pico, incluso la física parece quebrarse: la impenetrabilidad como propiedad fundamental de la materia cede ante la multitud que comparte un mismo espacio, un mismo tiempo, un mismo pulso.
En este libro, Desde el vagón, la poeta se convierte en arponera: pesca, con fortuna, en el río de imágenes que es la ciudad, fija destellos formidables y estremecedores sobre el papel. El metro de Caracas emerge entonces como criatura múltiple, hecha de concreto y acero, habitada de estrellas y entrañas, de voces y de sombras.
Querido lector, cruza la línea amarilla y aborda este tren. Seguramente encontrarás, entre túneles y estaciones, alguna parte de ti recorriendo la ciudad.