La apasionada historia de los mundiales
Quitando las guerras, no existe hoy evento o instante en el que se entonen los himnos con semejante delirio como en un Mundial. La lógica nos invita a recordar —y con plenos argumentos— que no es el país el que juega, sino apenas un puñado de exponentes de su futbol. Sin embargo, las fibras más sensibles de nacionalismo y pertenencia se ven desbordadas. Mientras esos once jóvenes se abrazan al centro de la cancha para cantar los versos nacionales entre lágrimas, gargantas desgañitadas, quijadas trabadas, buena parte de sus compatriotas lo hacen olvidando que se encuentran unos metros arriba en la tribuna o a miles de kilómetros en la casa, el trabajo, la calle, el bar. Al observar a adultos disfrazados hasta las calcetas de futbolistas e incluso soltando las extremidades con tintes de calentamiento, pareciera como si pisaran césped mundialista listos para patear el balón y anotar en nombre de la patria. De algún modo, quienes así lo pretenden, ahí están, alineados por el seleccionador.