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Reseña

Con Iturbide, el Imperio Mexicano no perdió ni cedió un solo milímetro cuadrado de territorio nacional; fue celoso de su nueva nacionalidad y estaba orgulloso de serlo; era antinorteamericano. Bajo el mandato de sus asesinos y sucesores en el Poder Ejecutivo de la nación mexicana, perdimos y cedimos a la vez más de la mitad del territorio nacional,
ya que aquéllos se convirtieron en siervos del poder norteamericano al destruir lo que España logró en centurias de esfuerzo glorioso en esta tierra mexicana; se impulsó el odio
y la discordia, se desintegró a México, privándolo primero de sus hombres más cultos, más ilustres; después acabaron con la aristocracia, con el criollo, con su clase media, hasta que el proletariado indio, siempre inculto, siempre ignorante hasta nuestros días, después de su borrachera de poder en la que se creyó amigo y aliado de los Estados Unidos de América, en su cruda se da cuenta de que sigue de vil paria, pero en peores condiciones, bajo el dominio interno y externo de los americanos del Norte, con quienes no nos une nada, ni lazos de sangre de hijos, padres y abuelos, ni la tradición latina, ni el idioma, ni el amor a la Virgen de Guadalupe.
Nos guste o no, la muerte de Iturbide y el olvido de las ciudades de Iguala y Córdob en aquellos días de luces para la patria mexicana son un ataque dirigido contra la verdad y contra la patria.

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